Adorado Andrés

Carta de Benilde a Andrés

Salamanca, 17 de junio del 2008



Mi querido Andrés:

¡Cuánto penar para morirse uno!, dijo el poeta Miguel Hernández, harto ya de sufrir. Contigo ha pasado igual. Cuando tras una lucha titánica pensábamos que el mal iba vencido, nos ha sorprendido con el zarpazo final.



Quién nos iba a decir, al perder a Agustín y a Tino y viéndote entonces derrochar tanta vitalidad, que poco después íbamos a llorar por ti. Os vais, Andrés, y la casa se va quedando cada vez más vacía de vosotros y más llena de recuerdos. Esos que duermen ya en la memoria y en las viejas fotografías que guardan nuestra historia con sus momentos más entrañables: aquellas navidades en Palencia, fiestas, bodas, celebraciones e incluso cualquier momento de la vida cotidiana. Sin embargo, yo os siento en cada rincón, en cada estancia y en cada objeto porque ellos conservan vuestra presencia, vuestras voces, vuestro aliento.



Te criaste en tu casa y en la nuestra porque en esta gran familia, cuando ibais naciendo – Pepe. Inesita, tú-, más que nietos o sobrinos os convertíais en los hijos de todos nosotros. Y tú, el más pequeño, el más revoltoso, el más alegre, el cascabel que llegaba a darle la vuelta a todo, a poner el orden patas arriba y a llenarnos de juegos y de risas. Por tu carácter se adivinaba que la vida iba a ser para ti, ante todo, una maravillosa oportunidad de ser feliz y, a pesar de que te ha pegado fuerte, has mantenido una envidiable capacidad para luchar, sobreponerte y ver lo más hermoso de ella. Y tu felicidad la hemos gozado contigo porque tenías esa infinita sabiduría innata, esa capacidad de disfrutar de lo que tuvieras: poco o mucho, grande o pequeño. Pero compartiéndolo siempre.

Fuiste infinitamente querido porque era fácil quererte. Eras humano, divertido, simpático, abierto, cercano. Estos días todos elogian tu don de gentes, tu agudo sentido del humor, tu abnegación, tu corazón de oro, tu lucha por arreglar las cosas, daba igual lo que exigieran, porque ahí estabas tú disponiendo, organizando, arrimando el hombro, siempre el primero. Y sin alharacas, porque a la hora de dar, casi nunca tu mano izquierda supo lo que hacía la derecha.



Eras sentimental, afectivo, vital, un manojo de nervios como Teodoro, como mi madre y tantos de la familia. Y como ellos, de nobleza y generosidad sin límites. Pocos como tú han cuidado y mimado durante muchos años y con tanta ternura a un padre enajenado por la enfermedad del olvido. ¿Qué le diremos cuando él, sin conocer tu marcha, en alguna ráfaga de lucidez pregunte por ti? Se nos romperá el alma mintiéndole piadosamente, diciéndole que hoy no pudiste, que quizá mañana, o al otro, o tal vez el jueves, pero que irás. Y así cada día, ocultándole la terrible verdad.



Te has ido en la mitad de la vida y casi en lo mejor de ella,

cuando todo iba encajando, rodeado de tu familia que te adora: Flori, desviviéndose; Carmen, ejerciendo ya de médico en Salamanca y Abel y Mercedes regalándote la primera nieta, Alejandra, que con escasos meses te llevaban hasta la cama para que fuera lo primero que vieras al despertar. Dicen que enloquecías y te volvías como ella. Es cierto. Porque siempre conservaste intacta esa capacidad de asombro, esa pureza de alma y esa bella ingenuidad que hicieron de ti lo que siempre fuiste: un niño grande.



Y ahora, en este vacío que nos dejas, intentamos buscar consuelo en tantos momentos inolvidables y en aquel estallido contagioso de tus risas, aquellas que quedaron ya grabadas para siempre en el corazón y en la memoria y que ahora buscamos bajo las lágrimas.



Un abrazo eterno:

Tu tía Benilde.