Ya no habrá más tertulias de agosto con Chan bajo los árboles mientras las golondrinas entraban y salían de sus nidos y en el laurel cantaban los gorriones. Al llegar al pueblo en el verano, él nos tenía la casa dispuesta, los rosales regados y la vegetación frondosa: el nogalito con sus primeras nueces, el cerezo que sólo daba sombra y una higuera que mimaba y porque la acababa de plantar.
Chan se nos fue inesperadamente el pasado diez de noviembre a causa de una pancreatitis aguda y compleja. Toda su vida había sido alguacil, como su padre y su abuelo. El oficio suponía, además de otros mandatos municipales, dar pregones por el pueblo anunciando las novedades del día. Se hacía de viva voz por plazas y esquinas y siempre era una alerta para la población que, al oír el aviso, suspendía las conversaciones, interrumpía los quehaceres y las costureras se quedaban con la aguja paralizada en el aire.
Como el empleo no daba para mucho lo compensaba con la agricultura. Sin embargo, lo que a Chan le hubiera gustado era estudiar. Pero perteneció a una generación marcada en la niñez por la guerra y la posguerra y donde ya sobrevivir era un lujo. Y como no pudo ser, lo suplía con lecturas: Gabriel y Galán, Julio Verne, Salgari, Víctor Hugo, García Márquez. A Chan le fascinaba sobre todo el teatro clásico con su ingenio y sus versos bien rimados: Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón. Y cómo no, el Tenorio. Le parecía la forma más viva y directa de mostrar los misterios de la naturaleza humana. Tenía un instinto natural para recitar, sabía de memoria fragmentos de obras –algunas representadas por él en el pueblo- y a veces competíamos con poemas del Romancero Viejo.
El próximo verano, Dios mediante, quizás haya más tertulias. Su silla estará vacía pero lo sentiremos en el corazón, en el aire, y en esa pequeña higuera que él plantó. Ojalá crezca hermosa y fuerte. Tanto como su emocionado recuerdo.
Tus primas: Benilde, Paca y Pepa.